No me preocupa mucho la usual contradicción en la que caen los derechistas al exigir democracia y derechos en Cuba mientras ellos son incapaces de defender lo mismo en México. Ellos defienden un orden jerárquico del mundo y atacar a cualquier proyecto político que lo desafíe es parte natural de su comportamiento. En cambio, me preocupa más lo que los ciudadanos de izquierda tengamos que decir ante la muerte de Fidel Castro. Pero no sólo ante la muerte de Fidel, también ante un debate que se ha dado en los últimos días sobre los votantes obreros blancos de Donald Trump.
Claramente juzgar al Fidel Castro y a la Revolución Cubana con nuestros estándares actuales es injusto. En esos tiempos las alternativas electorales de las izquierdas en América Latina eran perseguidas, prohibidas, marginadas o saboteadas. Tener un gobierno de izquierda en la región era un logro extraordinario, era una hazaña imposible. Por eso hay una admiración autentica esa lucha. Muchos somos hijos de una generación de hombres y mujeres que pensaron que un mundo diferente era posible gracias a los barbudos. No obstante, el problema de Fidel fue no cambiar a Cuba, ya pasada la coyuntura de la guerra fría, hacia una apertura a favor de las libertades y la democracia. Por eso, más que suscribir a los liberales de derecha que demandan libertades allá, porque su animadversión está más dirigida a la idea de lo colectivo, creo más bien la crítica de izquierda que se ha hecho a Cuba y la Unión Soviética y a muchas alternativas de izquierda en la región: sin derechos humanos y sin libertad no podemos pensar la igualdad.
También estoy consciente que Cuba fue un estandarte de un valor que no podemos dejar de pensar: el antimperialismo anticolonial. Uno de los logros más extraordinarios de Cuba y las revoluciones socialistas en África fue darle fin al colonialismo europeo y norteamericano. No es poca cosa. La vocación internacional por la libertad también implica la libertad de las naciones ante otras. Sin embargo, la liberación de un pueblo ante otro gobierno no justifica moralmente, desde mi perspectiva, imponer un régimen dictatorial hacia el interior. No importando mucho mi opinión personal, las decisiones alrededor de la libertad nacional y la libertad de los ciudadanos deben ser dirimidas por los ciudadanos. Serán los cubanos quienes decidan en el largo aliento el país que quieren ser. Serán ellos y sólo ellos quienes reconciliarán el legado anticolonial del castrismo y la herida profunda del exilio.
Mi posición siempre ha sido que no hay libertad sin igualdad y no hay igualdad sin libertad. Ni si quiera es un postulado socialista, es un postulado de la vieja filosofía occidental. Una parte de la alternativa socialista optó por imponer la igualdad y a esperar a la libertad cuando hubiese desaparecido el fin Estado. Yo no veo cercano el escenario de un mundo sin Estado o sin Estados, luego entonces no creo en una ponderación entre valores sólo por esperar que la última herramienta de control social desaparezca. Sin embargo, lo hecho en Cuba, y en muchos otros países, que logró reducir o desaparecer cosas tan terribles como la falta de educación, vivienda, salud y comida, siempre debe ser visto como una gran obra humanitaria. Simplemente hay que decir que deseamos eso y también la libertad.
No postularía al un modelo cubano como alternativa para mi país, pero tampoco acepto que los productores de miseria, los derechistas, sean quienes nos den lecciones de moralidad liberal. Un liberal autentico como John Stuart Mill o Rawls claramente vería imposible la libertad sin la igualdad. No me queda claro que el modelo de partido único comunista sea un modelo como el que Rawls pensaba de diferencias justificadas para llegar a la igualdad. Creo que eso es el gobierno democrático. Sencillamente debemos aspirar a lo mejor que se hace en todas las naciones para enarbolar la dignidad humana.
Por eso, para mí es preocupante que desde hace muchos años siga latente la misma justificación que se usó con Castro a Hugo Chávez para implementar su agenda. No creo que el antimperialismo siempre tenga que venir acompañado de la manipulación de la democracia. Cuba es comprensible –más no justificable- dada su dependencia de la Unión Soviética ante el bloqueo norteamericano. Venezuela no me parece comprensible con su independencia petrolera. Las izquierdas deben ser socialistas, demócratas y liberales simultáneamente, en la mejor tradición de las libertades políticas que conocemos como derechos civiles. Nuestra oposición debe ser contra el modelo de desregulación sin control del mercado. Cuba y Venezuela, a pesar de las virtudes que tengan, no deben ser nuestros nortes.
Esta posición también implica evitar el otro lado del balance: no debemos ser una izquierda que se mimetice con la derecha. No debemos ser una izquierda que solo busque paliar la miseria del capitalismo. No debemos dejar que nuestras decepciones con las izquierdas como la cubana o la venezolana terminen por lanzarnos a la simulación de la tercera vía o incluso en la derecha reaccionaria. Se puede ser de izquierda y se puede ser crítico del autoritarismo. Prefiero la posición de un Arnoldo Martínez Verdugo oponiéndose desde el comunismo a la invasión soviética a Checoslovaquia que ser un Luis González de Alba, pertrechado en la derecha para ser su juguete preferido. Por eso, el surgimiento de alternativas como Bernie Sanders y Jeremy Corbyn me ha esperanzado en el último año. Para que tengamos otro mundo posible necesitamos otra izquierda posible.
Finalmente, este debate nos debe permitir un ejercicio serio de revisión del complejo legado de Fidel Castro. Igualmente, con ese ejercicio crítico debemos examinar la complejidad que se advierte con la aglomeración de cierto voto obrero blanco a favor de Donald Trump. Aparentemente, algunos creen que, ante el triunfo de una posición de clase dirigida hacia la derecha, es tiempo de enterrar la posición liberal de las izquierdas sólo por haber estado asociada a la tercera vía. Nada más falso, las posiciones de clase también están entrecruzadas por aquellas libertades y discriminaciones que millones sufren por condiciones de género, raza, orientación sexual, nacionalidad o creencia religiosa. Al despreciar a la tercera vía, que vio en las condiciones de subordinación por condición una oportunidad electoral, no estamos calibrando un legado que si es de Castro y un error que es de Castro: Cuba encabezó el antirracismo y fue un perpetrador de la discriminación contra poblaciones homosexuales. Hay que separar los liberalismos y entender que el económico no equivale al político. El liberalismo político se traduce en la larga lucha contra la discriminación que, a su vez, también tiene un impacto fundamental en las posiciones de subordinación de clase. Lo que hizo Trump es activar el privilegio racial para separar a los obreros blancos de su condición de iguales ante otros obreros que no son blancos. El liberalismo político no es nada más amabilidad ante la diversidad, es un acto profundo de desmantelamiento de las posiciones de clase que se constituyen en lo simbólico y que condicionan lo material.
Espero que aprendamos de todas las lecciones que los últimos años y las últimas décadas para decir que la revolución socialista también debe ser liberal y democrática, feminista y antirracista, queer y anticolonial, o no será.
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