Después del sismo del 19 de septiembre nos percatamos nuevamente de la plasticidad del concepto de Estado. Por un lado, el Estado como organización cumplió con tareas y abandonó muchas otras. En términos reales, el Estado se volvió una organización más entre las organizaciones que apoyaban en el rescate de personas. El Estado autónomo de la sociedad, más que coordinador de la misma. El Estado fracasó en la organización de la ayuda, en informar de los riesgos, en las tareas de regular las construcciones, de proveer de alimentos y herramientas. Aunque hizo mucho, el Estado no fue suficiente y terminó en el mismo rango jerárquico que los ciudadanos.
Por otro lado, este 19 de septiembre, los ciudadanos, al asumir las tareas del Estado, nos convertimos en Estado. No aquella organización que ocupa la legitimidad del proceso histórico revolucionario de 1917, sino en una organización latente que coordina en el territorio la fuerza de sus propios miembros. Las personas tomamos las funciones de policía, protección civil, atención médica, coordinación logística, información al público, reconstrucción y regulación de la vida común. Fuimos Nación hecha Estado por varios días. En efecto, el término es sociedad civil, pero ante la falla de esa otra organización no se puede afirmar que no somos Estado también.
Esto deja de relieve que mucho de lo que sucedió fue por cosas que dejó de hacer el Estado (la organización) o cosas que hizo mal, por corrupción (ya sea negligente o deliberada). No adquirió las capacidades que debía tener. Abandonó a muchos a su suerte. Incluso, en más de una ocasión, sus conductores, la clase política, estuvo pasmada, dio a conocer información falsa y se enredó en discusiones frívolas. Así esa organización ha estado perdiendo (para nuestro asombro) mucha más credibilidad.
Hay muchas tareas inmediatas, pero la más importante es construir un Estado con una clase dirigente que sea capaz de proteger el derecho más importante de los humanos: la vida. No es menor, es construir al Estado desde el mismo Estado.